jueves, 20 de noviembre de 2014



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La soledad no son las casas  vacías, ni la angustia los labios que se muerden.

Hay quienes creen encontrarse solos cuando todo calla y se encuentran con un hueco en la cama, o con los cuartos donde nadie duerme, con los pies helados.
Hay quienes creen abrazar la angustia cuando sueñan su muerte, cuando dan cuenta de su ser tirado a la nada y su deber fenomenológico.

Pero por todos esos hay otros pocos, debe aclararse siempre que son pocos, y por pocos sin lugar, que encuentran a la soledad mordiéndoles los pies debajo de la mesa en cualquier salón concurrido, como un perro de esos que no han sido eficazmente domesticados.  Que le sienten respirar durmiendo al centro de la cama que comparten, que la miran con claridad en el fondo de sus ojos cuando se paran frente al espejo, agazapada, como una bestia,  esperando robarles la mirada.

Hay otros pocos, debe aclararse siempre que son pocos, y por pocos sin lugar, que encuentran a su angustia aferrada a la palma de sus manos, acurrucada como un Pepe grillo entre su hombro y su oreja, recordándoles siempre que la finitud es una trampa, la verdadera tragedia es el retorno, el retorno eterno de lo mismo, el encontrarnos siempre pensando lo mismo, viviendo lo mismo, en los mismos lugares.
Hay esos que la leen en un poema de Unamuno, un ensayo de Montaigne, en un cuento de Arenas, que la escuchan en los silencios que se arman antes de las despedidas, de las que son eternas y definitivas.

Hay otros, pero por pocos, sin lugar.